Este mes se cumplieron 25 años del estreno de Los Soprano, la serie que fue el parteaguas entre la televisión que vimos en el siglo XX y la que tenemos hoy, al menos en materia de ficciones.
Resumida en pocas líneas, la trama comienza cuando un capo de la mafia de Nueva Jersey, Tony Soprano (el recordado James Gandolfini), se ve obligado a consultar a una psiquiatra después de un severo ataque de pánico.
La primera escena de la tira, que emitió HBO el domingo 10 de enero de 1999, es la clave de todo: desde el sillón de una sala de espera (suena un tic-tac, tic-tac), un tipo serio y de contextura importante mira con incomodidad la escultura de un desnudo femenino. Él la ve de frente, nosotros aún no. El plano nos muestra desde lejos a ese individuo receloso, que la cámara capta flanqueado por las piernas de la imponente figura: Tony está atrapado.
Entonces la lente hace un zoom, el sonido del segundero se intensifica y justo cuando tenemos cerca al hombre se abre la puerta del consultorio y una mujer -ahora real, no como la silueta-, la elegante y amable Dra. Melfi (Lorraine Bracco), pronuncia la primera línea que se escucha en la historia, tanto una bienvenida como una duda: “¿Señor Soprano?”.
Así eligió David Chase, el creador de la serie, invitarnos a pasar seis temporadas repartidas a lo largo de ocho años en la mente y el alma del personaje más monumental de la TV norteamericana, el mafioso al que la mayoría de los espectadores terminamos por comprender, en su plena dimensión, como una víctima de las circunstancias.
No es una disculpa: Tony Soprano es un ser irascible y un criminal. Pero también es un niño herido, mártir de una madre tirana eternamente insatisfecha (Nancy Marchand) y de un mandato familiar ineludible: this thing of ours, dicen ellos. La cosa nostra. Además, claro, tiene problemas mundanos: una esposa estoica pero demandante, dos hijos adolescentes, una amante -luego serán varias-, un tío traidor (cualquier parecido con Hamlet no es ninguna coincidencia) y necesita de todo un glosario de circunloquios para referirse a lo prohibido en su vida: se dedica al “manejo de la basura”, cuenta que “fue a tomar un café con un cliente” cuando molió a palos a un deudor, pide “organizar una fiesta” para un rival y se junta con sus capitanes en las mesas de manteles a cuadrillé rojo y blanco de un pintoresco mercadito italiano en cuya trastienda funciona, por supuesto, una carnicería.
“Mire, para mí es imposible hablar con un psicólogo”, le anticipa a la Dra. Melfi ya en esa primera sesión, en alusión a la omertá. Sin embargo ahí vuelve cada martes de su agenda, el único intervalo en su peligrosa rutina en el que se detiene el tiempo y él intenta descubrir quién es y por qué hace lo que hace. El único espacio en el que alguien lo dignifica llamándolo “señor Soprano” -es un seco Anthony para su madre, Ton para su esposa, Papá para sus chicos, Jefe para sus subalternos, Tony para todo el resto-.
Como en la naturaleza, cuyo ritmo nada tiene que ver con nuestras ansiedades, a ese personaje lo amamos -suena áspero, pero así es- precisamente porque se desplegó despaciosamente ante nosotros. En esos domingos con Los Soprano vimos el entramado íntimo de esa familia/famiglia tanto como los hilos del mundo: la lenta aparición de los celulares, la caída de las Torres Gemelas, el cambio de foco del FBI de las mafias internas al terrorismo internacional.
Un cuarto de siglo más tarde, la ficción que arrasa en esta temporada de premios es El oso. Su protagonista es Carmy Berzatto (Jeremy Allen White), un chef de mirada triste y grandes dramas personales en quien intuimos a un personaje de riqueza similar, pero que el ritmo ultra vertiginoso con el que la serie nos ametralla -que no es solo el de las cocinas, sino el de esta era, que hasta nos permite maratonear episodios- difícilmente permita desdoblar y calibrar en todas sus dimensiones.
Por eso, 25 años después, aplausos para ti, inolvidable Tony Soprano. Y gracias, gracias por tu tiempo.