Cuando pensamos en Borges rodeado de libros, lo primero que viene a la mente son las casi dos décadas que estuvo al frente de la Biblioteca Nacional como director. No, no estuvo en el edificio actual, la mole diseñada por Clorindo Testa, a la que JLB no llegó a conocer. “El Poema de los dones”, donde se identifica con otro director, su admirado Paul Groussac, que también se había quedado ciego (a los dos, parafraseándolo, Dios les dio la magnífica ironía de los libros y la noche) no fue concebido ahí, sino en la vieja sede de la calle México, donde siempre tuvo su despacho.
Pero tampoco fueron los libros en larga fila de la calle México los que, contra lo que podríamos tender a fantasear, le inspiraron a Borges “La biblioteca de Babel”, cronológicamente anterior a ese trabajo. El cuento fue contemporáneo de su tarea en una biblioteca mucho más modesta, la Miguel Cané, donde revistó durante nueve años hasta que, con el peronismo en el poder, fue nombrado, como es sabido, inspector de aves de corral y de huevos. Borges mandó su renuncia que era, según consideró, lo que se esperaba de él. “De lo contrario, yo me hubiera quedado vegetando en aquella biblioteca por tiempo indefinido. No sé por qué, ya que cada año me decía: ‘Bueno, este es el último año’, y luego no sé qué cobardía me impedía que yo la dejara.” Fue, en retrospectiva, una suerte. A partir de entonces, empezaría a ganarse la vida dando conferencias, lo que le permitió viajar por todo el país.
“Cuando en la biblioteca Miguel Cané le preguntaron qué cuadro prefería, Borges pensó que se referían a telas o óleos y no a equipos de fútbol”
La biblioteca Miguel Cané todavía está activa en la misma dirección (Carlos Calvo 4319) y tiene un espacio dedicado a su empleado más notorio, donde incluso se puede visitar el rincón en que el escritor se encerraba a leer y, eventualmente, a borronear cuentos y poemas.
Hace poco se editó la edición definitiva de los diálogos que Borges mantuvo con el periodista Osvaldo Ferrari, que se transmitían por Radio Municipal, en los comienzos de la democracia. Casi todos son excepcionales, pero el 34, dedicado a sus experiencias en aquella biblioteca barrial tiene la curiosidad de presentar a un Borges en inesperada clave picaresca.
Borges dice ahí tener un recuerdo agridulce de aquel trabajo en el que comenzó como auxiliar segundo y fue después ascendido (quizá por insistencia del poeta Francisco Luis Bernárdez, que era el director) a auxiliar primero.
“Trabajar” tal vez no sea exacto, agrega. El primer día clasificó ochenta libros (siguiendo el clásico sistema decimal), y al siguiente, se vio recriminado por uno de sus colegas. “Me dijo que eso era una falta de compañerismo, porque ellos se habían fijado un promedio de cuarenta libros para clasificar por día”. Así que, para no quedar “como presuntuoso”, de ahí en adelante rebajó el número. La tarea, según él, se podía hacer en tres cuartos de hora, por lo cual quedaban todavía seis horas por delante. A ese tiempo muerto, le debió entre otras cosas, aunque al parecer leer tampoco estaba bien visto, el conocimiento de León Bloy y la relectura de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon.
El resto de las horas transcurría, según él, entre chismes, cuentos “verdes” y charlas sobre fútbol. Cuando alguna vez le preguntaron qué cuadro prefería, Borges pensó que se referían a telas o óleos y no a equipos de un deporte del que no sabía nada. Como estaban cerca de Boedo y San Juan, le dijeron que tenía que ser de San Lorenzo de Almagro. “Yo aprendí de memoria esa contestación, siempre decía que era de San Lorenzo de Almagro, para no ofender a los compañeros”, pero pronto notó que el equipo no ganaba casi nunca. Le respondieron que eso era secundario (“en lo que tenían razón”, acota), pero que era el cuadro más “científico” de todos: “no sabían ganar, pero lo hacían metódicamente”.
¿Borges, seguidor de algún equipo? No, claro, todo fue cuestión de cortesía o de supervivencia.