Cuando se habla de feminismo, se piensa en el siglo XX. Sin embargo, “has recorrido, un largo camino, muchacha”. Hagamos historia.
Quienes aman encontrar una fecha para cada cosa, consideran que en la historia hubo tres olas de feminismo, y que el Movimiento #MeToo sería la cuarta ola contemporánea.
Rastrear un punto de partida de la primera demanda femenina multitudinaria nos llevaría hasta la Revolución Francesa. A pesar de que se las creía inexistentes, las mujeres pusieron nerviosos a varios políticos de entonces. El 5 de octubre de 1789, miles de ellas –armadas- marcharon desde los mercados de París hasta el Palacio de Versalles. Ante la escasez generalizada, sus familias tenían hambre y exigían que el Rey atendiera su preocupaciones económicas. No fueron escuchadas, o al menos eso pareció entonces.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promulgada el 3 de noviembre de 1789, otorgaba derechos de ciudadanía a varios sectores de la población, excepto a las mujeres y algunas minorías. Cuando el rey Luis XVI aprobó la primera Constitución que tuvo Francia, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente el 3 de septiembre de 1791, esa embrionaria Declaración de Derechos se incluyó como preámbulo constitucional.
Ante el cachetazo, varias mujeres se dieron cuenta de que debían recomenzar por el principio: eran ciudadanas, como los hombres, y exigirían igualdad de derechos.
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A la vanguardia de estas voces se encontraba la dramaturga Olympes de Gouges, quien en 1791 recogió el guante para escribir inmediatamente la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Su manifiesto arrancaba en contralto: “Las mujeres nacen libres y son iguales a los hombres ante la ley. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”.
Muy pronto, las mujeres del Nuevo Mundo se plegaron a estos reclamos que llegaban del otro lado del Atlántico y protagonizaron el Movimiento por la Templanza. En 1820 y para luchar contra la “inmoralidad”, unas cuantas mujeres blancas estadounidenses pedían con panfletos y proclamas que se tomaran medidas contra el consumo desmedido de alcohol. Así, las damas de clase media se erigieron en “autoridades morales”, mientras sus hombres ensayaban “la prueba del 4”. Aunque algunos, luego, se les hayan unido, fue en torno a ellas que nació la primera campaña contra el alcoholismo en Estados Unidos.
A este escenario sumemos que la población afroamericana de Estados Unidos llevaba dos siglos reclamando libertad y que en ese colectivo abolicionista, la presencia femenina fue vital. Y en este punto, es necesario rebobinar una vez más.
Feminismo a la americana
La “precoz” Declaración de Independencia de Estados Unidos (4 de julio de 1776) inspiró discursos y arengas de varias activistas blancas de los estados sureños, como las hermanas Angelina y Sarah Moore Grimké, Lucy Stone y Lucretia Mott. Algunas pronunciaron incluso discursos memorables, pese a que las mujeres tenían prohibido hablar en público, e incluso asistir a los debates masculinos en donde se discutían sus propios derechos, los de ellas.
Todas las diatribas antiesclavistas y los reclamos femeninos americanos se apoyaban en los derechos naturales y legales – incluido el derecho a la revolución- que consagraba la Declaración de 1776 contra el rey británico Jorge III. Y como se sabe, mujeres y esclavas terminaron ganando esa batalla, aunque costó.
En esa línea de diatribas sin cuartel, merece un hito la Convención sobre los Derechos de la Mujer, celebrada el 19 de julio de 1848, en Seneca Falls, Nueva York, en donde Elizabeth Cady Stanton presentó la Declaración de Sentimientos. Su texto reclamaba educación para las mujeres, el derecho a la propiedad, liderazgo e incluso el derecho al voto –que dividía aguas. Entre los párrafos de reclamos históricos, destacaba una sentencia que hizo entonces mucho ruido: “todos los hombres y mujeres son creados iguales”.
Un siglo después, tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, el 24 de mayo de 1949 la francesa Simone de Beauvoir, publicó el primer tomo de El segundo sexo (el segundo, siete meses más tarde), dispuesta a derribar las murallas de preconceptos que la humanidad había colgado del cuello de las mujeres desde tiempos prebíblicos. Nobleza obliga, ella misma reconoció en sus líneas el trabajo de sus antecesoras. Sin embargo, no la conformaba.
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Ya desde el prefacio, planteó una idea que entró en ebullición: “Una mujer se diferencia en relación al hombre y no éste en relación a ella. Ella es lo inecesencial en relación a lo esencial. El es el Sujeto, el es el Absoluto; ella es lo Otro”.
En tres días la tercera obra impresa de la esposa de Jean Paul Sartre, el intelectual más venerado de su tiempo, pater familiae del existencialismo, vendió 22 mil ejemplares, a la par que ingresaba a la lista Index del Santo Oficio de Roma, los libros prohibidos por el Vaticano.
Sin embargo, los franceses no tenían por entonces una real dimensión de lo que significaba. En un año se tradujo a varios idiomas y en Estados Unidos dos millones de mujeres devoraron en tiempo record el nuevo maná. A nuestro país llegó de la mano de Pablo Palant y su sello editorail Siglo Veinte, en 1954. Mientras el mundo comenzaba a celebrar su audacia, el círculo más cerrado de sus compatriotas, repudiaba El segundo sexo y por tanto a su autora.
Al leer el volumen, François Mauriac, publicó en Les Temps Modernes –el “recién nacido” de Jean Paul Sartre- un artículo escandaloso en donde decía, entre otras cosas: “ahora, lo sé todo sobre la vagina de vuestra jefa”.
El segundo sexo desató un tsunami intelectual que convirtió instantáneamente a Simone de Beauvoir se erigióen el tótem pagano del movimiento que buscaba la “libración de la mujer”; el término “feminista”, por entonces, ni siquiera había sido acuñado. Y todo fue por querer dar algo de luz dentro de la caverna.
Simone de Beauvoir
En el siglo VI antes de Cristo, el filósofo Pitágoras había escrito: “Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz y al hombre; y hay un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y a la mujer”, cita la autora. Con ese principio rector, ¿cómo confiar en la mirada del fundador [el hombre] de la cultura de Occidente?
Hasta entonces, todo lo que se había escrito sobre la mujer en la humanidad era el fruto de las miradas masculinas, arte y parte de todo lo que su escritura invalidaba. Pero no servía más.
De Beauvoir no reclamaba algunos derechos como ya lo habían hecho otras activistas en diversas partes del mundo, en Estados Unidos, como vimos, e incluso en Rusia, la cuestión femenina fue un reclamo de coletazo de la Revolución de 1917.
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La diferencia entre la intelectual francesa y sus antecesoras es que ella reclamaba en sus escritos no diez derechos sino la igualdad absoluta, abordando todos los tabúes sexuales, desde la maternidad al aborto, pasando por el derecho a la propiedad y a los hijos. Por otra parte, la hija de la burguesía cristiana, que compartía con un hombre, Sartre, no un hogar sino un cuarto de hotel –y varios amantes- pontificaba a sus pares como si fuera la madre superiora. Heridos de bala, muchos la denostaron.
Simone de Beauvoir tuvo un día una revelación: “ese mundo era un mundo masculino. Mi infancia había sido alimentada por mitos forjados por hombres y yo no había actuado ante ellos de la misma manera que lo habría hecho si hubiese sido varón. Esto me interesó tanto que abandoné todo para ocuparme de la cuestión femenina en su totalidad”, recodaría tiempo después en busca del ovillo. Casi de modo cartesiano, esa búsqueda interior expuso a la luz de la razón (“cogito ergo sum”) todo lo que hasta entonces sostenía al mundo.
Para empezar, el matrimonio al que toda niña bien debía consagrarse, una “institución burguesa repugnante, similar a la prostitución, en la que la mujer depende económicamente de su marido y no tiene posibilidad de independizarse”, diría sin ahorrar grafismos.
El 8 M de las mujeres
“Las mujeres –salvo algunos acuerdos que quedaron como manifestaciones abstractas- no dicen ‘nosotras’; los hombres dicen ‘las mujeres’ y ellas retoman esas palabras para designarse a sí mismas: pero ellas no se plantan auténticamente como Sujeto”, escribió en El segundo sexo.
“Los proletarios hicieron la revolución en Rusia, los negros en Haití, los indochinos luchan en Indochina: la acción de las mujeres nunca ha sido más que una agitación simbólica”, continúa razonando Simone de Beauvoir.
“Ellas no han ganado sino lo que los hombres quisieron concederles; ellas no tomaron nada: ellas recibieron (…) Ellas no tienen pasado, historia, religión que les sea propia; y ellas no tienen como los proletarios una solidaridad de trabajo y de intereses. Ni siquiera las apasionó esta promiscuidad espacial que hizo de los negros de América, los judíos de los ghettos, los obreros de Sanit-Denis o de la fábrica Renault una comunidad. Ellas viven dispersas entre los hombres, vinculadas por el hábitat, el trabajo, los intereses económicos, la condición social a ciertos hombres –padre o marido- más estrechamente que a otras mujeres”, continua la escritora, implacable. Y hay más:
“La necesidad biológica –deseo sexual y deseo de una posteridad –que ponga al macho bajo la dependencia de la hembra no ha tampoco liberado socialmente a la mujer. La amante y la esclava también están unidas por una necesidad económica que no las libera”, arremete.
Con varios ejemplos, la escritora ilustra cómo ambos sexos nunca compartieron el mundo en partes iguales y las mujeres, aún al promediar el siglo XX estaban desvalidas. Eran –¿son?- “dos castas diferentes”, especifica.
“En todo el mundo, el primer enemigo que encuentran los libertarios es el movimiento feminista” (Mercedes D’Alessandro)
“Este mundo es hasta ahora un mundo que pertenece a los hombres: ellos no lo dudan; ellas, lo dudan apenas. Rechazar ser lo Otro, rechazar la complicidad con el hombre, sería para ellas renunciar a todas las ventajas que la alianza con la casta superior puede conferirles”, lapida.
¿Qué nos pasó? En ningún momento Simone de Beauvoir desliza siquiera que las mujeres fueron incapaces de darse cuenta de su minusvalía social: por el contrario, fue todo una triste decisión.
“Junto a la pretensión de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es una pretensión ética, está en él la tentación de huir de su libertad y constituirse en cosa. Es un camino nefasto ya que es pasivo, alienado, perdido, la prueba de voluntad más extraña, sin trascendencia, carente de valor. Pero es un camino fácil: se evita así la angustia y la tensión de la existencia auténticamente asumida”, resume sin anestesia, casi lacaniana.
Esa mujer, anticipa, no representa un peligro para el hombre, porque ella se siente completa con su rol secundario de lo Otro.
“Hay mujeres que se sienten completas en su rol de lo Otro”
¿Cómo comenzó todo esto? ¿De dónde salió que el mundo ha pertenecido siempre a los hombres? Se pregunta en algún momento y desde luego, le infligió su vía crucis a la cristiandad.
“La ideología cristiana no ha contribuido poco a la opresión sobre la mujer. Sin duda, hay en el Evangelio un soplo de caridad que se extiende tanto sobre las mujeres como los leprosos”.
Luego de pormenorizar el escaso protagonismo que las mujeres tienen en la fe católica, excepto a la hora de los martirios, detalla que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento subordinan las mujeres a los hombres. En estos relatos bíblicos, el hombre no fue creado a imagen de la mujer, sino a la inversa. “Y como la Iglesia se debe a Cristo, del mismo modo en todas las cosas, las mujeres se deben a sus maridos”, sintetiza.
“En una religión en la que la carne es maldita, la mujer parece la más temible tentación del demonio. Tertuliano escribe: ‘mujer, tú eras la puerta del diablo” (…) San Ambrosio: ‘Adán fue conducido al pecado por Eva y no Eva por Adán. Quien la mujer ha conducido al pecado es justo que la reciba como su soberano’. Y San Juan Crisóstomo: ‘Entre todas las bestias salvajes no se encuentra ninguna más perjudicial que la mujer’ ”, enumera la mujer que se formó primero en el Instituto Católico de París y luego en el exclusivísimo Instituto Sainte-Marie de Neuilly, en la Isla San Luis.
Su volumen ofrece una profusa lista de citas bíblicas y bibliográficas de los autores medievales cristianos. Entre todas ellas, resuena una de Santo Tomás: “El hombre es la cabeza de la mujer, del mismo modo en que Cristo es la cabeza del hombre. Es una constante que la mujer está destinada a vivir bajo el dominio del hombre y no tiene ninguna autoridad sobre su jefe”.
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Su enumeración de ejemplos de postergaciones sociales y laborales femeninas recorre toda la historia y es tan abrumadora como indiscutible.
Una impresionante cantidad de escritores y pensadores se negaba a aceptar que una mujer pudiera poner en duda tantos andamios de Occidente. “Alcanzamos literalmente los límites de lo abyecto”, opinó François Mauriac mientras Albert Camus –a quien nunca logró llevar a su cama- penaba: “Es un insulto al hombre latino”.
“Se me reprochó mi indencencia, se me declaró instaisfecha, gélida, priapica, ninfómana, lesbiana, cien veces abortada e incluso madre clandestina… en nombre de esta tradición que provee a los franceses de todo un arsenal de dictados y fórmulas que reducen a la mujer a su función de objeto sexual”, se defendería tiempo después.
“Muchos hombres declararon que yo no tenía derecho de hablar de l as mujeres porque yo no había tenido hijos. ¿Sería necesario prohibir a los etnólogos hablar de las tribus africanas a las que ellos no pertenecían?”, especificó siempre con un argumento en la manga.
El segundo sexo se anticipó 21 años al Movimiento de Liberación de las Mujeres, que tomó de Simone de Beauvoir el concepto de la mujer como “el Otro” y del Mayo Francés de 1968, el deseo de cambiar la vida. Y precedió 14 años la publicación de la segunda obra capital del feminismo del siglo XX, Mística de la feminidad (The feminine mystique) de la psicóloga estadounidense Betty Friedan), que desmitificó la utopía beauvoiriana de que el socialismo traería la igualdad social y pondría las cosas en su lugar.
Friedan aseguraba que en su lucha, ya de siglos, las mujeres habían logrado el voto, la eduación y un empleo pago, pero el progreso sin embargo, no evitó la depresión: volvían a ser “la señora del hogar”, epicentro de la vorágine de una sociedad de consumo.
Las cuitas del joven Werther (Goethe) habían desencadenado una epidemia de suicidios; las líneas de René de Chateaubriand, un río de melancolía; y los versos de Charles Baudelaire, un mar de hastiados. A su turno, Simone de Beauvoire hizo un llamado a la conciencia de las mujeres. Algunas la escucharon, otras, no. C’est la vie…
Murió de neumonía el 14 de abril de 1986. Hasta que Sartre falleció, en 1980, la pareja siguió acrecentando la mitología parisina y solía vérselos sentados, uno junto al otro, sobre la terraza de algún café de la calle Saint-Germain-des Prés, sin dejarse impresionar ni por su fama ni por el vértigo del siglo que se apagaba, sin dejar de hablar de la libertad.
MM CP