Lo bueno de volver a ciertos lugares. Por caso, escrituras. Por ejemplo, novelas.
Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988) publicó Los galgos, los galgos en 1968. El libro se reeditó en 2016 –sin dudas, de la mano de la recuperación de la obra de esta autora que impulsaron escritores como Ricardo Piglia o Leopoldo Brizuela–, y este año vuelve al ruedo en flamante reedición de editorial Fiordo. Siempre es una celebración que por entre el alud de novedades –con su chispa, estímulo, sorpresa, vitalidad– relumbren también las otras joyas, las que vinieron antes y a las que no cabe calificar de “pasadas” porque basta retomarlas para descubrir que hablan, siguen hablando, en un poderoso tono presente.
El mundo donde trascurre Los galgos, los galgos, efectivamente, es distinto del actual: mediados del siglo XX, otra época, otro modo de entender y entenderse, incluso otra manera de pertenecer (o no) a determinada clase. No obstante –¿y en esto puede percibirse la insinuación de lo clásico?–, hay un pulso que de tan genuino vuelve tangibles, cercanas, porosamente reales, cada una de las situaciones retratadas en la novela. Y es tan honda la desesperación que por momentos habita en Julián, el protagonista, que volver a leerla es dejarse sacudir allí donde la propia angustia había buscado esconderse.
“Y es tan honda la desesperación que por momentos habita en Julián, el protagonista, que volver a leerla es dejarse sacudir allí donde la propia angustia había buscado esconderse.”
La escritura de Los galgos, los galgos es bella, tersa, trepidante, ágil, por momentos sorprendente, por momentos irónica, a veces amarga, jamás fangosa u oscura.
Hija del historiador Guillermo Gallardo, hermana del cantante lírico Guillermo y los periodistas Miguel y Jorge Emilio Gallardo, nieta del científico Ángel Gallardo, bisnieta del escritor Miguel Cané, tataranieta del presidente Bartolomé Mitre: a Sara nunca le faltaron biblioteca, contactos, mundo. De hecho, además de escritora, fue periodista y autora de deliciosas crónicas de viaje. Es claro que conocía al dedillo el universo del que emerge el finalmente desdichado Julián, personaje cuya voz encarna de una manera tan íntima que casi lo podemos sentir como un extraño, bastante neurótico y a su modo querible, amigo.
Abogado desganado, heredero hecho aunque no tan derecho, el quid de la vida de Julián es su amor por Lisa, una pintora divorciada.
Juntos son un poco como niños, y con ese espíritu se instalarán por un tiempo en Las Zanjas, campo heredado por el muy porteño Julián tras la muerte del padre; allí se amarán y adorarán a Chispa y Corsario, una pareja de galgos que instalan con ellos desde el primer día, cuando un poco atolondradamente se ponen a jugar a las casitas en versión rural.
Hasta que la vida les muestra que además de matices, tiene fauces.
Un atardecer, cuando el cielo sobre Las Zanjas “parece una prodigiosa copa de opalina”, Julián recuerda un relato que le contaba su niñera. Había un rey moro que bebía cada tarde en una copa distinta. “Mírala bien. No volverás a verla”, le recomendaba la nodriza. Julián no recuerda bien cómo seguía el cuento, salvo que en algún momento el rey dejaba de observar la copa, solo atento al vino que la llenaba, cada vez más ciego y más sordo. “Las copas eran los días –recuerda Julián la letra del relato–. Hay que apreciar cada uno. Ya no volverás a verlos.”
Y nosotros, lectores de Los galgos, los galgos, mientras atravesamos este pasaje que en el libro asoma casi de soslayo, intuimos, no sin sobresalto, que aquí se juega el gran núcleo de la novela.
Y sin embargo, el encanto. A través de los ojos y la voz de Julián asistimos al austero prodigio de la pampa, a la díficil herida de saber que nada es para siempre. “Una garza levanta vuelo como un ángel que acompaña a su pupilo. Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva cómo parte el alma. Nada es hermoso aquí. Todo es pobre, húmedo, llano, cerril, con olores sencillos, y esta garza es como una diosa extraviada ¿qué hace?”.