Debajo de la superficie se está produciendo una sutil mutación en el humor social. No altera, todavía, la perspectiva estructural que tienen los ciudadanos sobre la situación del país y que registran las principales encuestas. A pesar de ello, no puede soslayarse la irrupción silenciosa de un condicionante nuevo que, a futuro, sí podría modificar las opiniones. Si durante los últimos seis meses el clima de época dominante fue la “recesión con ilusión”, podríamos estar entrando en una nueva etapa: “fragilidad con ansiedad”.
La ansiedad es un malestar contemporáneo que hoy crece de manera exponencial hasta batir récords, de manera simultánea, en los cines, las librerías y las series. Acaba de desembarcar entre nosotros. Si estamos hablando de la emoción que en la actualidad ocupa el centro estelar de la escena psicoanalítica y sociológica, sería un craso error no contemplar su potencial capacidad de impacto.
Quienes estudiamos y analizamos las conductas sociales, como lo hacemos con Sil Almada en W y Almatrends, estamos muy atentos a estos signos de la cultura, especialmente si se cruzan con las tendencias y el consumo.
Hay una fibra humana muy poderosa vibrando cuando Intensa-mente 2, de Disney Pixar, acaba de despertar abruptamente a una taquilla de cine que había caído 56% interanual en mayo y 38% en los primeros cinco meses del año. Se vendieron más de dos millones de tickets en apenas siete días para ver el nuevo suceso animado. Casi nueve de cada diez entradas del total de espectadores de todos los cines. En apenas una semana de junio, gracias a esta película, fue más gente al cine que en todo mayo o en todo abril, según las estadísticas de Ultracine.
El personaje estelar presentado en la segunda versión de la exitosa saga que se estrenó en 2015 es, justamente, Ansiedad. Llega para convivir con las emociones ya presentadas en aquella oportunidad: Alegría, Tristeza, Miedo, Asco y Furia.
Y no lo hace sola. Viene acompañada por Envidia, Aburrimiento y Vergüenza. Desde hace muchas décadas, hemos aprendido que, si hay alguien en la industria del entretenimiento que sabe de emociones humanas en las distintas épocas, esa es la maquinaria Disney.
Con su prosa tan rítmica como precisa y contundente, el filósofo alemán Walter Benjamin describía en su ensayo La obra de arte en la era de su reproducción técnica por qué es tan relevante prestar atención a lo que está sucediendo en esa manifestación tan humana que es el arte.
Decía: “En el curso de los grandes períodos de la historia, junto con las formas de vida de los colectivos humanos, también se modifica su percepción sensorial. La manera en que se organiza la percepción y el medio en el que acontece están condicionados no solo por la naturaleza humana, sino también por la historia. La época de las invasiones bárbaras trajo consigo no solo un arte distinto al de la antigüedad, sino también una percepción diferente”.
Benjamin desarrolla luego una profunda explicación acerca de cómo la percepción social y el arte se corresponden en cada época, retroalimentándose entre sí para modificarse luego, de manera conjunta, cuando la historia muta y los tiempos cambian.
Bueno, hoy el arte y la cultura en un sentido amplio nos están diciendo: “Ansiedad”.
Así como en 2013 la revista Time, llamó a los millennials, es decir, los nacidos entre 1981 y 1994, como la “Me, Me, Me, Generation”, acusándola de narcisista, holgazana y renuente a asumir las responsabilidades de los adultos, la generación posterior también ha sido etiquetada. Los centennials, o “gen Z”, (nacidos entre 1995 y 2010) fueron bautizados “la generación ansiosa”.
En su controvertido best seller de reciente publicación, que lleva justamente ese título, el prestigioso psicólogo social norteamericano Jonathan Haidt acusa frontalmente a la tecnología de haber provocado una epidemia de salud mental entre los jóvenes y adolescentes.
Si bien fue cuestionado por otros académicos, que lo acusaron de basarse más en presunciones que en la rigurosidad investigativa, su obra ya tiene un gran valor en sí mismo: haber instalado un debate crucial en todo el mundo occidental.
En el informe “Gen Z” publicado recientemente por Almatrends Lab, se describe arquetípicamente a los integrantes de esta generación como autodidactas, creativos, ambiciosos, deseosos de tener éxito, autosuficientes, y acostumbrados a adaptarse al cambio, por haber nacido y crecido en un entorno cruzado por disrupciones globales como el 9/11, la crisis subprime y, recientemente, la pandemia.
Pero también se señala que los caracterizan la ansiedad y la fragilidad. Les cuesta procesar aquello que no se amolda a sus expectativas y se frustran con frecuencia. Aunque tengan 20 años, sienten que “siempre están tarde”. Sucede que hay tanto por hacer, por vivir y por conocer que les resulta prácticamente imposible no verse abrumados por la multiplicidad de opciones, en apariencia, disponibles.
Fieles exponentes de la hipertrofia del deseo, hija de la vidriera virtual infinita, su lema generacional bien podría ser: “Lo quiero todo y lo quiero ya”.
En abril de este año, The Economist puso el tema en su tapa. Señalaba en la nota lo siguiente: “A los científicos sociales les preocupa que después de pasar años de formación navegando por el mundo y sufriendo FOMO (fear of missing out, temor a perderse algo), los miembros de la generación Z ahora estén afectados por una epidemia de ansiedad y depresión”.
Este mismo mes de junio, Netflix estrenó con gran éxito la miniserie Geek Girl. Si bien fue presentada como una propuesta juvenil, su contenido supera con creces la banalidad o los clichés. Por el contrario, se muestra con humor, pero también con crudeza, el oscuro submundo de la ansiedad y la fragilidad que genera entre los jóvenes la inevitable exposición que implica crecer y vivir en la era de la transparencia digital 7×24.
Así como el narcisismo estaba lejos de ser un fenómeno puramente millennial, endosarles la ansiedad únicamente a los centennials implicaría subestimar dos cosas. Por un lado, la capacidad que tiene esta generación de influenciar en los adultos, probablemente más que ninguna otra en la historia. Y, por otro, mentirnos a nosotros mismos.
Sí resulta plausible suponer que, por la falta de esa experiencia que solo traen los años y por cómo la tecnología ha moldeado su cerebro híbrido (físico/digital), tal la tesis de Haidt, cuenten con menos recursos para manejar esta emoción capaz de consumir enormes dosis de energía y de vida.
Suponer, en cambio, que el tema no afecta al mundo adulto sería una necedad. Son muchos los intelectuales que lo vienen alertando hace rato. Entre ellos, probablemente el más insistente, sea el filósofo surcoreano Byung Chul Han, quien publicó La sociedad del cansancio en 2010. Por más que lo acusen de repetirse, él sostiene en su última obra, La tonalidad del pensamiento, que no lo entienden. Que sus libros no son repeticiones sino variaciones: notas que van desplegándose en torno a grandes conceptos, como si fuera un músico.
Podría decir, además, y con razón, que continúa señalándolo porque las cosas no solo no mejoran, sino que empeoran.
“Esta emoción entre las emociones, este mal de época global, juvenil y adulto es el que se está filtrando en la ilusión de una mayoría de argentinos”
Pues bien, esta emoción entre las emociones, este mal de época global, juvenil y adulto es el que se está filtrando en la ilusión de una mayoría de argentinos.
La irrupción de la ansiedad
En nuestro último relevamiento cualitativo basado en diez focus groups que realizamos con ciudadanos de las diferentes edades y clases sociales de las principales ciudades del país, entre el 30 de mayo y el 5 de junio pasados, y que todavía estamos procesando y analizando, nos encontramos como primer hallazgo saliente con que quienes tenían ilusión, ahora están haciendo más fuerza para sostenerla.
Frente al interrogante sobre cómo se sentían con la situación actual, surgieron respuestas como las siguientes.
Un hombre joven de clase alta decía: “Me pasa esto: ansiedad de ver los resultados. Uno ya no puede darse muchos gustos y tampoco puede ahorrar. Espero que podamos tener tranquilidad económica”.
Una mujer joven de clase media alta planteaba algo similar: “Yo te puedo decir ansiedad por el hecho de que venga el resultado. Estamos ansiosos de que suceda alguna vez. Uno hace un esfuerzo increíble para poder cubrir los gastos con el mismo sueldo. Queremos ver el resultado pronto”.
Una mujer adulta de clase media baja planteaba que la actual restricción económica había provocado un giro en sus hábitos y su mirada: “Yo siempre iba al supermercado y compraba lo que quería. Hoy no tengo esa libertad y eso me da ansiedad”.
Por último, un hombre, también de clase media baja, decía: “Este último tiempo lo que tengo es ansiedad. Yo soy ordenado y no puedo tener un control mental de cuánto gasto, de cuánto voy a ganar, de cuánto voy a poder gastar. Eso me vuelve medio loco”.
En la segmentación cualitativa de ese gran grupo de personas ilusionadas, que manifiestan seguir estando convencidas de su ilusión, nos hemos encontrado con tres grandes subgrupos: los “convencidos pacientes”, los “convencidos dudosos” y los “convencidos asustados”.
Los primeros afirman que “no podemos pretender que lo que se destruyó en 20 años se solucione en seis meses”, que “van apenas 100 días, no dos años” y que “veníamos acostumbrados a una forma de vida que está cambiando”.
Todo esto los hace cultivar la paciencia en lo personal y reclamarla en lo colectivo.
Los del grupo más dubitativo dicen que “se me empieza a hacer largo, no veo tantos cambios”, pero, en simultáneo, son contemplativos: “Quizás es lo que necesitamos para que esto mejore de una vez por todas”. Como síntesis de este grupo bien cabe esta tercera cita: “Estoy todo el tiempo en el sube y baja”.
Por último, aquellos en los que la ilusión convive con el temor afirman: “No veo el cambio todavía. La veo difícil. Tengo incertidumbre todos los días”. O se manifiestan preocupados porque no tienen “certezas de lo que puede llegar a pasar. De un día para el otro pueden cambiar las cosas”.
Para condensar los sentimientos de este segmento de la población resulta útil este último textual: “Esperanza tengo. Sé que va a mejorar, el problema es el ahora. A mí me asusta un poco”.
Trazando un paralelismo con la última encuesta nacional de la consultora Aresco, podríamos decir que esos ilusionados continúan siendo más del 50% de la población. El 53%, para ser exactos, que son los que aprobaban en mayo la gestión del gobierno nacional.
Esa investigación también distingue tres grupos entre los que apoyan la gestión: el 14,5% la evalúa como “muy buena”, el 23,5% como “buena” y el 15% como “regular positiva”.
Sin que necesariamente pueda hacerse una correlación entre ambas segmentaciones, dado que son metodologías de investigación y abordaje diferentes, una cualitativa y la otra cuantitativa, de modo analítico podemos trazar al menos un puente hipotético que encuentre puntos de unión entre esos tres recortes del gran mundo de los ilusionados.
Queda claro que la ilusión está, se mantiene y es mayoritaria. Pero tiene al menos tres modos diferentes de ser vivida. Y es ahí donde se cuelan la fragilidad que trae una larga y profunda recesión, que está lejos de pasar desapercibida, y la consecuente ansiedad. Siendo esta última emoción, como vimos, un factor distorsivo cuya condición intrínseca es acelerar el tiempo.