Tanto una civilización como una cultura refieren a la forma global de vida de un pueblo, sus valores, normas, instituciones y formas de pensamiento consolidadas y transmitidas de generación en generación. La civilización es una forma de cultura con mayúsculas, que incluye también el desarrollo material. Esto planteaba hacia 1996 Samuel Phillips Huntington (1927-2008) en su libro El choque de civilizaciones, un revulsivo que, más allá de las polémicas que despertó, mantiene una sólida vigencia y merece ser revisitado a la luz de los actuales conflictos internacionales (la guerra entre Rusia y Ucrania, los enfrentamientos en Medio Oriente, la beligerancia comercial entre Occidente y China, los conflictos que se generan alrededor de la inmigración en Europa y Estados Unidos, etcétera). Huntington se oponía al optimismo de Francis Fukuyama, quien tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética profetizaba el “fin de la historia” (ya no había ideologías enfrentadas, decía, el mundo sería uno, armónico y pacífico, hecho a imagen y semejanza del sueño occidental). Los conflictos y las guerras no obedecen a cuestiones ideológicas, políticas y económicas, sostenía por el contrario Huntington, profesor de Ciencias Políticas en el Eaton College y director del Instituto John M. Olin, de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard. Se trata de algo más profundo y trascendente: un choque de civilizaciones, de las cuales contaba nueve en el mundo, todas con historias largas, complejas, de raíces profundas y distintas entre sí. Creer que “civilización” es sólo la occidental es un error de consecuencias costosas, señalaba. Significa un modo sesgado de entender la realidad e impide comprender por qué los modelos que Occidente propicia y propició en otros ámbitos, a través de guerras imperiales, implantaciones coloniales, intentos de instalar mecanismos de la democracia liberal o imposiciones de diferente tipo, a veces violentas, otras veces no, ni funcionaron ni funcionarán, y su resultado es la creciente y extendida animadversión antioccidental en el resto del mundo.
Huntington explicaba consistentemente que las culturas, como los árboles, son producto de un largo y específico proceso de germinación antes de quedar implantadas con firmeza, resistir inclemencias y dar frutos. No se desarraigan por simple voluntarismo o prepotencia de quien desea eliminarlas o remplazarlas. Cuando se habla de “guerra cultural”, término que en ámbitos del neolibertarismo gobernante en Argentina sus “guardias pretorianas” usan con liviandad y flagrante desconocimiento de los procesos sociales y de la historia, aquellas nociones están ausentes. Una cultura no es una escenografía que se remplaza fácilmente por otra para montar una nueva obra en el escenario de la realidad. Tampoco se la puede imponer desde arriba, por obra de un arrebato omnipotente. Como prueba basta con observar cómo, después de furibundas monsergas contra la “casta” y promesas de motosierra a diestra y siniestra, el oficialismo que venía a implantar una nueva civilización transa con la casta (incluso con lo peor de ella, como el kirchnerismo), cómo la libertad cacareada no es más que libertad de obedecer ciegamente o ser expelido, cómo el filo de la motosierra puede cercenar a los jubilados, a la educación o la obra pública, pero se mella a la hora de siquiera raspar a los grandes intereses financieros y empresariales, a los privilegios sindicales o a las abusivas prepagas. Ser outsider no significa en el caso argentino estar afuera del sistema, sino valerse de él con otro discurso (insultante, pendenciero), pero con las mismas mañas culturales (y políticas).
*Escritor y periodista.
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