Fue sinónimo de deportividad durante una época en la que se consideró un aliado indiscutible de todo auto que se preciaba de “picante”. Aunque para rastrear la primer patente hay que remontarse a comienzos del siglo pasado, ver sus aplicaciones en motores diésel para barcos y locomotoras a partir de la década del ‘20 o las incursiones en la aviación durante la Segunda Guerra Mundial, su salto a la plana mayor del automovilismo se dio durante su paso por la Fórmula 1, sobre el cierre de los años ‘70 y prácticamente la totalidad de los ‘80. A partir de allí, se podría decir que el turbo fue uno de los ejemplos más icónicos del derrame de técnicas y soluciones desde la competición hacia los autos de calle.
Claro, en los ‘80, los motores de los vehículos de pasajeros promediaban los 4 litros de cilindrada para entregar una potencia promedio de entre 90 y 100/120 CV. Así, el primer punto clave e indiscutible que se evidenciaba a partir de la F1 (con Renault como promotor) era que un motor turbo rendía la misma potencia e incluso más que uno aspirado del doble de cilindrada. Ya había una cuestión de tamaño que comenzaba a imponerse, mientras los turbos animaban la mecánica de varios modelos de calle.
La evolución de la industria fue abriéndose paso entre la búsqueda de una mayor performance y la mejor ecuación en los costos de producción. Así, los motores entre mediano y grandes con turbo fueron desapareciendo del mapa y su ausencia no fue breve. Más acá en el tiempo, entra en juego otro factor: el adecuarse a las exigencias ambientales que fueron endureciendo sus límites en lo que hace a emisiones, de la mano de una baja en el consumo.
En ese derrotero aparece en escena el famoso “downsizing”, término que empezaría a marcar la agenda de los ingenieros con una premisa: motores más chicos en tamaño y piezas y, por ende, más livianos, en busca de una mayor eficiencia en el consumo. Desde el plano industrial implica que ante menos piezas (pistones, cojinetes, etc.), se requiera menos materia prima y energía en el proceso de fabricación (un porcentaje de los contaminantes se genera en esta instancia), lo que al final de la cadena también se traduce en menor costo de producción. Hasta ahí todo bien, pero ocurre que ese combo de achicamiento lleva a una merma en el rendimiento, y de ahí surge la necesidad de compensar. ¿De qué manera? Mediante “los servicios” del turbo.
El ingeniero Alberto Garibaldi (fuente de consulta frecuente de LA NACION) hace hincapié en el tema de la disminución del tamaño al remarcar que “con apenas una cuarta parte de la cilindrada, la industria logró rendimientos en potencia y torque similares (e incluso mayores) mediante el turbo. Haber conseguido casi las mismas prestaciones bajando la relación en tamaño de 4 a 1 es un hecho realmente significativo”. Así, los propulsores dotados de esta “turbina energizante” comenzaron a imponerse y hoy prevalecen sobradamente a nivel global por sobre los atmosféricos.
En realidad, la cuestión es muy amplia y bastante más compleja de lo que aparenta a simple vista, pero poniendo el foco en los aspectos más salientes y sin entrar en extremo tecnicismo, el punto de partida es comprender que hoy motores de 1 o 1.2 L consiguen prestaciones cercanas a las que antiguamente se conseguían con cilindradas entre tres y cuatro veces mayores.
Es básicamente una turbina que permite aumentar la cantidad de aire que aspira el motor –independientemente de la presión atmosférica– para optimizar la combustión y, por ende, el rendimiento. Es decir, a mayor oxígeno en la admisión, mayor performance; de ahí que este “inflador” (o forzador de gases) pasa a ser indispensable para aumentar esa presión.
“El mismo –explica Garibaldi– puede ser un compresor mecánico o turbocompresor. El primero se utiliza en la competición porque tiene una reacción instantánea, aunque consume energía; ya el segundo tipo –usado en los autos de calle– se moviliza por gases de escape, es decir, por recuperación de una energía que se desperdiciaría en la atmósfera, y que trabaja con un compresor en pos de mejorar el proceso desperdiciando lo menos posible”. Se calcula que de 1 litro de combustible con un motor sin turbo se aprovecha apenas la cuarta parte (entre un 20 y un 25%), mientras que lo restante va directo a “calentar” el universo. La ecuación indica que, a mayor presión en la admisión, más aire se ingresa y mejor es el rendimiento, ya que la combustión es más eficiente porque se provecha una cantidad de energía mayor (el calor generado) en un mismo lapso de tiempo.
Claro que no todo es color de rosa, ya que conseguir una cifra X de potencia en un bloque 3 o 4 veces más chico implica mayor exigencia en términos de presiones y temperaturas, lo que obliga a trabajar con tolerancias más exactas, tanto de lubricantes que deben cumplir estándares de calidad adecuados, como de otras cuestiones. Para contrarrestar los excesos de presión y temperatura se fueron evolucionando ciertas técnicas como el intercooler, que se encarga de enfriar el aire que fue ganando temperatura en la fase compresión.
Tipos y diferencias
Si bien existe una diversidad de acuerdo a determinadas variables, en el universo turbo se distinguen básicamente dos modelos principales: de geometría fija y de geometría variable. En el primero, las paletas de la turbina trabajan con una geometría constante, sin capacidad de ajuste dinámico, de ahí que ofrecen menor eficiencia a bajas rpm y no se adaptan de manera eficiente a los cambios de velocidad y exigencias. En el segundo, esas aletas ajustan su geometría de acuerdo a las condiciones, adaptándose de manera continua al flujo de gases de escape, optimizando así la eficiencia de velocidad y carga del motor. Esto lo lleva a mejorar la respuesta en todo rango de revoluciones, tanto en baja como en alta. Su reacción es más rápida, reduciendo notablemente el “lag” o retardo.
Además de los monoturbo (de una sola turbina y un solo compresor), están los motores biturbo, que incorporan dos turbocompresores, uno más chico para bajas revoluciones y otro de mayor tamaño para altas revoluciones.
Al igual que en la mayoría de los mercados del mundo, el nuestro fue recibiendo cada vez más exponentes de esta rama. En una primera fase, de la mano de bloques de cilindrada media (4 cilindros en su gran mayoría) tanto nafta como diésel. Más acá en el tiempo, comenzaron a llegar los de menor cilindrada (primero de origen extra zona y luego regional), como por ejemplo 1.3 L de cuatro cilindros, y los de tres de 1.2 y 1.0 L.
En este último plano, Volkswagen tiene el 1.0 (95/101 CV y 170 Nm) en Polo, Nivus, Virtus y T-Cross; y también el 1.0 de 116 CV y 200 Nm en versiones de Nivus y T-Cross. General Motors utiliza un 1.0 (116 CV y 160 Nm) en Chevrolet Onix y Onix Plus, mientras que con el 1.2 L de 132 CV y 190 Nm impulsa a Tracker y Montana.
El Grupo Stellantis se anota en esta modalidad de tres cilindros con el 1.0 de 120 CV y 200 Nm (el T200) montado en Citroën C3 Aircross, los Fiat Pulse y Strada, y los Peugeot 208 y 2008.
Renault acaba de sumarse a esta avanzada con el flamante Kardian que lleva el 1.0 de 3 cilindros de 120 caballos y 200 Nm de par.
Entre las marcas premium, Audi ya usaba el 1.0 que luego adoptó VW; BMW monta un 1.5 de 136 CV y 220 Nm en los MINI Hatch y Countryman y el de 140 CV y 220 Nm en el Serie 1; mientras que el DS 3 apela al 1.2 de 130 CV y 230 Nm.
De cara al corto y mediano plazo se vislumbran el Citroën Basalt (con el 1.0 de Stellantis), que arribará hacia fin de año, mientras que en 2025 se sumará el Nissan Kicks, con un tricilíndrico 1.0 diferente al de la marca del rombo. Y también se espera un ajuste en el 1.0 de GM para saltar de los 116 a 125 CV.
Corresponde aclarar que en el mercado local hubo y hay opciones aspiradas de baja cilindrada. El primer grupo tuvo al VW up! y el Renault Kwid con un motor de 1 L, y a los Ford Ka y EcoSport que utilizaban un 1.5. En la actualidad se anotan el 1.2 de 90 CV del Chevrolet Onix y el 1.2 de 82 CV del Citroën C3.
En constante evolución y desafiando los límites
Al margen de que un amplio sector del público mire a los tricilíndricos de reojo por las vibraciones y mayor ronquido en su funcionamiento (a raíz del diseño asimétrico, ya que no tienen un número par de pistones, lo que también complejiza su balanceo) o por las dudas de confiabilidad que surgen ante tamaña exigencia, hoy su auge aún parece estar en una fase temprana.
En la actualidad, el turbocompresor y su desarrollo sigue siendo la alternativa más viable para mejorar la relación de potencia dentro de las ramas de la propulsión, ya que las otras alternativas aún resultan bastante costosas, caso de eléctricos, híbridos o las soluciones intermedias como el sistema e-Power de Nissan que usa un motor naftero exclusivamente para recargar las baterías que mueven al eléctrico.
La irrupción de los combustibles sintéticos abre otro frente dentro de este universo, aunque hoy por hoy la búsqueda de eficiencia energética se centra en exprimir cada vez más los motores de menor cilindrada para llevar el rendimiento del combustible de origen fósil al máximo posible. En la senda de las tendencias también se asoma una corriente menos pretenciosa en cuanto a potencia, con automotrices que buscan “concientizar” de que no es necesario tanto caballaje para la movilidad actual y la que se viene, ofreciendo impulsores más austeros en CV, pero con mejores cifras de torque. Lo del menor consumo aún no ha logrado ser del todo determinante en la ecuación.
Como sea, el hecho de que la tendencia motriz vaya por una u otra línea en la búsqueda de la mejor eficiencia energética, les garantiza a los motores de combustión interna una vida no tan corta por delante. ¿Cada vez más chicos? Todo indicaría que sí.