En uno de los momentos más polémicos de su carrera, Josh Hawley, senador republicano por Misuri, levantó el puño en señal de apoyo a los manifestantes pro-Trump. Era 6 de enero de 2021, poco antes de que una turba irrumpiera violentamente en el Capitolio. Con su historial académico y sus aspiraciones políticas, Hawley parecía buscar un delicado equilibrio: proyectarse como un defensor del ciudadano común, al tiempo que se alzaba como un intelectual de derecha, autor de obras que critican el poder de las grandes tecnológicas. Sin embargo, su último movimiento no salió como esperaba. En respuesta al estallido de indignación social tras los sucesos, su editorial decidió cancelar la publicación de su libro The Tyranny of Big Tech, argumentando que no deseaban respaldar a una figura asociada con el ataque al Congreso. El anuncio desató la furia del senador, quien rápidamente recurrió a Twitter para declarar que la cancelación era un “ataque directo a la Primera Enmienda” y, en un tono dramático, afirmó que este acto de censura era “orwelliano”.
Para Jennifer Szalai, crítica literaria de The New York Times, esta reacción de Hawley revela un uso desacertado del término. En una columna, Szalai cuestiona hasta qué punto Hawley comprende realmente la esencia de lo orwelliano. Si bien el senador alegaba que esta “censura” era similar a la distopía de 1984, Szalai observa que el concepto va mucho más allá de una limitación puntual de la libertad de expresión: en la novela de George Orwell, el poder radica en la capacidad del Estado para distorsionar la realidad misma, usando el lenguaje como un medio de control absoluto. En otras palabras, ser verdaderamente “orwelliano” es deformar el lenguaje y la percepción hasta el punto en que el individuo no pueda diferenciar entre la verdad y la mentira, una opresión total que va mucho más allá de la simple censura editorial que invoca Hawley.
La polémica en torno a la palabra “orwelliano” no se quedó ahí. Al día siguiente, Donald Trump Jr. amplificó la idea, denunciando que la suspensión de la cuenta de Twitter de su padre era una muestra de que “la libertad de expresión ya no existe en Estados Unidos” y proclamando, con tono apocalíptico, que “estamos viviendo en 1984″. Este tipo de declaraciones, observa Szalai, son parte de una tendencia en la que Orwell se invoca como un símbolo de resistencia moral sin considerar las profundas implicaciones de su obra.
En un reflejo de la creciente tensión social, las ventas de 1984 se dispararon, mostrando que para el público estadounidense, el libro se ha convertido en una especie de termómetro de la ansiedad política y social. Sin embargo, Szalai argumenta que gran parte de esta inquietud se basa en una comprensión superficial de Orwell y su mensaje.
Desde su publicación en 1949, 1984 ha sido utilizado repetidamente para denunciar situaciones de abuso de poder y vigilancia, muchas veces con poca precisión. Según Szalai, el verdadero sentido de “orwelliano” no reside solo en señalar la censura, sino en advertir contra un tipo de poder que manipula hasta la percepción misma de la realidad, en una dinámica que Orwell denominó “doblepensar”: aceptar simultáneamente dos ideas contradictorias.
En el mundo de 1984, el Estado emplea el lenguaje no solo para reprimir, sino para modelar lo que es real y lo que no, como en el “Ministerio de la Verdad”, un órgano de propaganda cuyo propósito es reescribir la historia constantemente para adecuarla a los intereses del Partido. Orwell retrata esta opresión en su máxima expresión: el poder como la capacidad de destruir cualquier vestigio de una realidad consensuada. Hawley, en cambio, parece reducir el concepto a la noción de censura puntual, trivializando así una idea mucho más compleja.
La periodista también señala que esta desfiguración del término tiene una larga historia, una que ha dotado a Orwell de un prestigio moral en la arena pública, pero que ha simplificado el verdadero alcance de su crítica. Para Dorian Lynskey, autor de El ministerio de la verdad, la novela no es una simple advertencia contra la falta de libertad de expresión, sino una exploración de cómo un régimen totalitario desintegra la verdad. Hannah Arendt, en su estudio de los regímenes totalitarios, describió un fenómeno similar: en sus palabras, el “sujeto ideal” del totalitarismo no es el comunista o el nazi convencido, sino aquel que ha perdido la capacidad de distinguir entre lo cierto y lo falso. Orwell anticipa esta idea, y su preocupación no era solo política, sino lingüística y psicológica. Para Szalai, reducir lo “orwelliano” a meras restricciones de expresión banaliza esta visión compleja.
La fuerza cultural de Orwell, y particularmente de 1984, también ha sido aprovechada por figuras públicas que buscan dotar sus mensajes de un aura de autoridad moral. Como señala Szalai, el ejemplo de Christopher Hitchens es emblemático: su libro Why Orwell Matters coloca a Orwell como una especie de referente ético. Este uso simbólico, aunque legítimo, ha diluido el significado de “orwelliano” en un epíteto que tanto liberales como conservadores emplean en sus críticas. Lynskey añade que citar a Orwell se ha convertido en una herramienta para revestir un argumento de “prestigio moral” sin necesidad de profundizar en su sentido.
Szalai concluye que este uso simplista ha transformado a “orwelliano” en una “metáfora muerta”, en palabras del propio Orwell, quien en su ensayo Política y el idioma inglés criticaba las expresiones gastadas que se emplean sin reflexión. Ejemplos como “talón de Aquiles” o “cisne negro” son metáforas que Orwell consideraba vacías de sentido por su repetición sin análisis. De haber vivido más, Orwell podría haber incluido la palabra “orwelliano” en esa lista, pues ha pasado de ser una advertencia contra la aniquilación de la verdad a un simple recurso retórico, utilizado en la política para señalar cualquier acto de censura.
En este contexto, Szalai nos recuerda que el verdadero legado de Orwell no es una crítica superficial de la censura, sino una advertencia contra la destrucción de la realidad consensuada y la capacidad de los individuos para distinguir la verdad de la manipulación. Esta distorsión, lejos de lo que invocan figuras como Hawley, es lo que Orwell temía: una sociedad donde “todo es verdad y nada es verdad”, donde la memoria y la realidad se convierten en herramientas de poder.
Ser “orwelliano”, entonces, no es simplemente censurar un libro o silenciar una voz; es someter a una sociedad a un control exhaustivo de su percepción y pensamiento, hasta borrar cualquier posibilidad de discrepancia o disidencia real. Jennifer Szalai, en The New York Times, observa que este uso ha sido trivializado en la cultura contemporánea, donde se emplea como sinónimo de censura o vigilancia superficial. Pero en su significado profundo, lo orwelliano es una advertencia sobre el peligro de que las palabras pierdan su significado y la verdad se vuelva maleable, algo mucho más alarmante y destructivo que una simple restricción de la libertad de expresión.